El Reformismo, de los períodos refractarios hasta el regreso de la democracia

Por Luis J. Lima*

El ideario reformista, que plantea esfuerzo y superación, implica un camino que no todos están dispuestos a recorrer. De ahí que las circunstancias, sean cuales fueren, nunca son demasiado propensas a la materialización de este ideario.

En distintas épocas hay diferentes trabas, que no suelen superponerse; unas originadas en concepciones producidas por el Gobierno -más que por el Estado- otras, que surgen en el seno de las propias Universidades.

Cuando desde el Estado se materializan marcos legales en los que las Universidades pueden desenvolverse de modo autónomo, se presentan situaciones como las que pone de manifiesto el siguiente comentario de Alejandro Korn, insigne filósofo y reformista de la primera hora, en un texto escrito en 1919: “Los adversarios francos de la Reforma, por suerte a la fecha han sido arrollados, nadie osa combatirla de frente. Enemigos más taimados, son otros que acuden a los recursos más insidiosos para desvirtuarla y los peores, los amigos simulados, que la aceptan con reservas mentales y que están esperando el momento oportuno para dar el zarpazo y destruirla”.

Por el contrario, cuando es el Gobierno el antirreformista, como ocurrió por diversas causas en el período 1966-1982, la situación en general se invierte y dentro de los grupos Reformistas solo permanecen los que genuinamente lo son, los que están dispuestos a correr el riesgo de serlo, lo que sin duda simplifica el análisis.

El golpe militar de junio de 1966, que derribó tal vez y precisamente por eso a uno de los gobiernos más honestos y eficientes que tuvo la Argentina en toda su historia, me sorprendió mientras hacía mis estudios de posgrado fuera del país. Pero sé lo que ocurrió. Sobre todo sé lo que ocurrió en la Universidad cuando un mediocre megalómano y su manada, además de anular su autonomía -que puede considerarse un hecho puntual y sencillo de remediar cuando cambian las circunstancias, como ocurrió en 1983- destruyó buena parte del esfuerzo acumulado por generaciones de universitarios, lo que no es ni puntual ni remediable.

Si bien aún faltaba un año para mi regreso, lo que había que decidir era qué debíamos hacer los docentes universitarios reformistas ante semejante desastre. A este respecto, tenía una experiencia previa que me permitió orientarme ante la disyuntiva. Había ingresado al Colegio Nacional, perteneciente a la Universidad Nacional de La Plata, en 1950 bajo un régimen que hacía años había borrado de un plumazo la autonomía de la Universidades y todo vestigio de reformismo que pudiera haber quedado en ellas. En esos años, nuestros modelos eran los profesores que habían renunciado como respuesta digna e inmediata al atropello. Pero con el tiempo nos dimos cuenta que quienes en verdad nos habían formado y educado habían sido los profesores dignos que se quedaron, que los hubo y muchos. Los que, además, debían protegernos moral e intelectualmente de aquellos que habían entrado por la ventana como consecuencia del atropello.

Con los años algo me había quedado claro de esta experiencia: los estudiantes entran a la Universidad cuando les llega la edad de hacerlo, no tienen muchas alternativas, y quienes abandonan la Universidad, sea por los motivos que fuere, abandonan sus puestos de lucha y dejan la formación de esas generaciones en manos de mediocres reaccionarios, en manos de quienes solo pueden entrar a la Universidad en circunstancias tan nefastas como aquellas.

Conclusión: decidí quedarme para no darle mi lugar a un fascista. Pero quedarme implicaba forzosamente no callarme, pues en la Universidad había estudiantes a los que había que formar y educar en la democracia, en el respeto mutuo y en el respeto de las libertades individuales y colectivas. Además, la mayoría de estos estudiantes estaban en contra de lo que pasaba, del atropello al que estaban sometidos como universitarios. Unos, los reformistas, querían restaurar ese modelo. Otros, habían elegido otros caminos, pero no de sumisión. Entonces, valía la pena hacer el esfuerzo (de tragar sapos) y correr el riesgo.

Fueron años difíciles, pero también fructíferos, pues los que nos decíamos reformistas en la enorme mayoría lo éramos y, al no tener compromisos de gestión, nos quedaba suficiente tiempo para pensar y discutir la Reforma en su conjunto, intercambiando ideas y experiencias. Pensar críticamente en los resultados de la aplicación efectiva de muchos de esos años anteriores y pensar en la forma en que otros, tal vez los más novedosos y revolucionarios, fueron evolucionando y desarrollándose desde no mucho más que una idea luminosa. También aumentaron considerablemente nuestras horas de estudio y nuestra producción académica, pues si queríamos ser profesores universitarios, la Reforma nos exigía ser los mejores; y esto también era una forma de defenderla con el ejemplo.

¿Cuál fue la contrapartida imprescindible e inevitable de haber decidido quedarnos en la Universidad? Por un lado, plantear y demostrar con hechos, en las aulas y fuera de ellas, qué entendíamos por una Universidad Reformista y qué entendíamos por “docente reformista honesto”. Por otro, publicar periódicamente en medios de difusión masiva cuáles eran nuestras ideas sobre qué debía ser una Universidad acorde con los tiempos y con los requerimientos de la sociedad, es decir una Universidad Reformista. Finalmente hablar en actos públicos sobre estos temas a fin de difundirlos ampliamente como parte de nuestra tarea pedagógica general, pero también como parte de un compromiso político del que no se claudicaba en circunstancias adversas. Los actos eran organizados normalmente por los Centros de Estudiantes.

Una anécdota al respecto marca con claridad meridiana cómo era participar en estos actos. En 1968, con motivo del cincuentenario de la Reforma y ante la imposibilidad de hacerlo en ámbitos universitarios, me tocó hablar en un sindicato que se atrevió a facilitarnos sus instalaciones. Había casi más policías con perros en la calle que gente en el acto, pese a que los asistentes no eran pocos. Todo el período 1966-1982 se desarrolló en condiciones y con resultados parecidos. Incluso en algún momento, hacia el final, se llamaron a concurso muchos cargos de profesor. Un grupo de reformistas, lamentablemente no todos los que debiéramos haber sido, entregamos una nota al interventor militar haciéndole saber que no reconocíamos tales concursos como genuinos y que, si nos íbamos a presentar a ellos, era solo para no quedar fuera de la Universidad. Le informamos también que, una vez vuelta la democracia, íbamos a impugnarlos y hacerlos anular, pues creíamos y seguimos creyendo que, como expresa el Manifiesto Liminar, “solo podrán ser maestros en la futura república universitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de verdad, de belleza y de bien”.

Finalmente, y debido a una serie de circunstancias que no es momento de analizar ahora, llegó la restauración democrática en 1983. Y lo hizo con una mayoría política y un presidente claramente reformistas. Entonces todo cambió rápida y diametralmente, pues las circunstancias estaban dadas para que ello así ocurriera debido, en buena parte, a lo que fue la actividad de los reformistas en el negro período que acababa de terminar.

Otra vez hubo que intervenir a las Universidades Nacionales: era la única forma de salir airosamente del desastre institucional heredado. Pero esta intervención de las Universidades de 1983 fue totalmente distinta a las que se sucedieron sin interrupción durante los 16 años anteriores, y ello por dos motivos diversos y complementarios. Por un lado, el gobierno democrático creó un marco de plena autonomía para el funcionamiento de las Universidades, algo inédito en nuestra historia en situaciones similares. Por otro, a las Universidades Nacionales se las intervino mediante cuerpos colegiados, un rector más un Consejo Superior “normalizadores” designados por el Poder Ejecutivo Nacional, los que gozaban de toda la autonomía posible en tales circunstancias, que era mucha. Por ejemplo, en plena vigencia de la libertad de pensamiento y de expresión, tenía autoridad para revisar los concursos que habíamos impugnado y llamarlos nuevamente, y también disponer libremente del presupuesto universitario. También hubo que redactar los Estatutos, y resultó que en todas las Universidades Nacionales fueron de neto corte reformista estableciendo, entre otras cosas, la plena vigencia de la autonomía, el laicismo, la democracia interna, la gratuidad y el logro del mejor nivel académico posible. Esto nos hizo pensar que, luego de tanto desasosiego, la gran mayoría de los universitarios éramos reformistas. Los desengaños vendrían después.

*Luis J. Lima. Ingeniero Civil. Rector organizador de la UNNOBA (2003-2007). Presidente de la UNLP (1992-2001). Profesor Emérito, Guardasellos, Director científico del Laboratorio de Ensayos de Materiales y Estructuras y Director del Instituto de Investigaciones para el Desarrollo Sostenible de la UNNOBA. Presidente de la Academia de la Ingeniería de la Provincia de Buenos Aires (desde 2014). Fellow de RILEM (2015). Honorary Life Member de la Federación Internacional del Hormigón (2006).