Escolarización con aprendizaje, inclusión con calidad

Por el doctor Guillermo R. Tamarit
@RectorUNNOBA

En el debate educativo, debemos insistir sobre dos variables independientes, relacionadas y relevantes: la escolarización y el aprendizaje.

Tal como señala el informe sobre el desarrollo elaborado por el Banco Mundial, quienes participan del sistema educativo pero no aprenden (es decir, no logran conocimientos, habilidades y competencias mínimas), pierden una oportunidad única. Puntualmente, son los sectores más pobres de la sociedad quienes sufren las consecuencias de la ineficacia del sistema educativo. De acuerdo a este informe, los estudiantes pertenecientes al promedio más pobre de la población tienen un desempeño más bajo en matemáticas y lenguaje que el 95 % de los estudiantes de los países desarrollados. Esta brecha perpetúa y aumenta la desigualdad.

Los problemas que los distintos sistemas plantean, en general, responden a:
a. Capacitación y salarios docentes.
b. Ausentismo docente y pérdida de días de clases.
c. Deficiencia o ausencia de materiales de estudio.
d. Contexto de pobreza estructural.
e. Influencia negativa de sectores corporativos.
f. Corrupción.

En el ámbito de la educación superior, el desafío es lograr mayores niveles de inclusión garantizando la calidad. En esa línea, hemos avanzado en los niveles de incorporación de alumnos a la educación superior. A nivel mundial, la matrícula en 1970 representaba el 9 % de los jóvenes entre 18 y 25 años; en tanto, en 2015 alcanzó el 35 %. En América Latina pasó del 6 % al 43 % y, en Argentina, el 82 %, un nivel similar al de los países más desarrollados del mundo.

Sin embargo, se observa aun la persistencia de una fuerte desigualdad, con sesgos relevantes por ingresos familiares, educación de los padres y género, con la participación de los sectores medios y de altos ingresos, y con alta presencia de la educación superior de gestión privada.

A la vez, en nuestro país asistimos a un escenario de masificación, aunque con altas tasas de abandono entre el primer y segundo año que alcanzan el 50 %, y un egreso por debajo del 40 %. Estos datos dan certezas sobre la existencia de un modelo de inclusión “excluyente” que debemos cambiar, garantizando acceso, permanencia y egreso de calidad, para todos.

Si quienes se incorporan al sistema educativo lo hacen en instituciones de baja calidad, resultarán condenados a los peores empleos y no podrán participar en forma plena de la sociedad del conocimiento. Tampoco estarán capacitados para realizar un aporte sustancial al desarrollo de la sociedad.

Así, la calidad de la educación deviene en un elemento estratégico determinante para garantizar la igualdad de las personas.

Para ello debemos adoptar cuatro medidas básicas:
1. Evaluar la situación del sistema. La información es determinante para el desarrollo de políticas de mediano y largo plazo.
2. Garantizar la calidad del sistema. La calidad será la medida de la eficacia de los sistemas y las posibilidades de desarrollo individual y social de los países.
3. Asegurar la escolarización desde la más temprana edad.
4. Incorporar el uso de tecnología como aliada estratégica, que no resuelve todo, pero puede ayudar mucho.

Existen tres ejemplos exitosos a tener en cuenta que siguieron estas políticas. El caso de Corea del Sur, que en 1950 era un país devastado por la guerra con enormes cifras de analfabetismo y, en la actualidad, su sistema educativo brinda algunos de los mejores estudiantes del planeta. El caso de Vietnam que, entre 1955 y 1975 fue el escenario de uno de los conflictos bélicos más desgarradores del siglo XX y hoy sus alumnos de 15 años muestran el mismo rendimiento académico que sus pares alemanes. Y, finalmente, el caso de nuestro país. La educación en la Argentina fue definida en forma estratégica por Domingo F. Sarmiento, promocionada por Nicolás Avellaneda y finalmente tocó al gobierno de J.A. Roca sancionar en el año 1884 la ley 1420 de educación común, gratuita y obligatoria. Los datos muestran que, al momento de la sanción de la ley, menos del 25 % de la población estaba alfabetizada. Hacia el Centenario, en 1910, el 66 % de las personas sabían leer y escribir, y para los menores de 10 años esta cifra alcanzaba el 90 %.

Ya lo hicimos una vez, debemos volver a hacerlo.