Ciencia en la mira

Por Ana Sagastume

Somos relatos. Y, entre los relatos actuales, la ciencia siempre parece ser la protagonista, ya sea como salvadora de una humanidad en peligro que necesita encontrar la vacuna para retornar a su normalidad perdida, o bien como “cómplice” que genera un virus o sostiene el “invento” de la pandemia, obligando a las personas a confinarse en sus hogares y evitar los contactos cercanos, a partir de un “plan” pergeñado por los poderosos para ejercer el control sobre las personas.

Lo cierto es que ni la idea de una ciencia redentora o la de una ciencia “salvaje” que actúa contra la humanidad, son completamente nuevas. Existe desde hace tiempo, una “leyenda rosa” de la ciencia que la muestra triunfante frente a sus enemigos (los prejuicios o los dogmas) para traer al mundo felicidad y progreso. Mario Heler, doctor en Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, la representó irónicamente como una “Cenicienta reivindicada” quien, tras sufrir “humillación, maltrato y hostigamiento” se convirtió en “una reina: la reina de los saberes”.

Pero existen también un conjunto de movimientos surgidos a partir de los impactos negativos de la ciencia, como las bombas de Hiroshima y Nagasaki en 1945 o la experimentación en humanos en los campos de exterminio de Auschwitz en 1940, que reflexionaron acerca de otras consecuencias del quehacer científico. Estos movimientos bregaron por una ciencia menos soberbia, capaz de dialogar con otros actores sociales y preguntarse por las consecuencias que sus innovaciones tenían para los seres que habitaban el planeta.

A partir de las dos bombas atómicas que estallaron en 1945, se suscitaron toda una serie de reflexiones acerca de los límites de los avance científico-tecnológicos.

“Somos relatos, integrados en una trama de historias que nos ayudan a dar sentido a lo que vivimos”, adhiere  al planteo inicial la profesora María del Huerto Revaz, quien se ocupa, dentro de la UNNOBA, de suscitar entre los estudiantes la reflexión acerca de la ciencia. Estudiantes que con frecuencia llegan a la formación universitaria con ideas previas fuertemente arraigadas en la sociedad, como por ejemplo, la garantía de verdad que representa la práctica científica. Desde la materia “Epistemología y Metodología de la Ciencia”, entonces, la profesora de Filosofía, junto a su equipo docente, intentan poner en discusión la “trama de relatos que se han construido respecto de la ciencia y de la comunidad científica”. Es decir, intenta realizar un aporte crítico en la formación de los futuros profesionales genetistas, agrónomos, abogados o contadores, entre otros.

Para referirse a la paradoja que mencionamos, María del Huerto cita a la ensayista Beatriz Sarlo cuando interroga: “’¿Qué tan claro es que la experiencia ha muerto? ¿Qué tan claro es que este cientificismo, que era una marca cultural, ha desaparecido?’ Porque, por un lado, se cuestiona la ciencia, pero a la vez se espera de ella la cura de la pandemia; parece que estamos resucitando experiencias”.

Quizás los diferentes relatos, las diferentes experiencias que convocamos, intenten constituirse en un “refugio” frente al desconcierto que vivenciamos al percibirnos “a la intemperie”, una de las metáforas que María del Huerto emplea para referirse al estado interno que produce la ruina de las creencias sobre las que hemos construido nuestras vidas. Por el contrario, la profesora considera a la situación actual como “una franca invitación a pensar nuevos modelos de racionalidad”, es decir, nuevos relatos.

Algunos discursos de la sociedad ponen en duda la existencia misma de la pandemia.

— ¿Cuándo el saber científico se erige como un modelo explicativo hegemónico que permite comprender la realidad natural y social?

—Nosotros ubicamos el momento, habitualmente, entre los siglos XVI y XVII, cuando el ser humano siente que el mundo que hasta el momento lo había estado amparando lo deja “a la intemperie”. Siente esto porque vive situaciones que ponen de manifiesto que las creencias y opiniones en las que había confiado ciegamente no se corresponden con las experiencias vitales que atraviesa: desde la concepción que tenía del cuerpo, hasta del mundo que lo rodea. Respecto del cuerpo, por la introducción de la Nueva Medicina, con Andrea Vesalio entre otros. En el orden del mundo, por su expansión a partir del denominado “descubrimiento de América”, los adelantos técnicos y la revolución científica protagonizada por (Nicolás) Copérnico, (Johannes) Kepler, Galileo (Galilei), (Isaac) Newton. Podríamos pensar que las personas de aquel momento se preguntaron: ¿En quién vamos a confiar? ¿Confiaremos en quienes nos han mantenido ciegos durante tanto tiempo, o en quienes ponen en evidencia esa ceguera? No olvidemos que el “brazo armado” de esta incipiente ciencia fue la tecnología, la cual se plasmó muy concretamente en la vida cotidiana. En el siglo XVIII, esta ciencia se legitima con la llegada de la Ilustración. Creo que (Immanuel) Kant lo expone claramente cuando dice que el lema que resumiría aquellos tiempos es “atreverse a pensar por uno mismo” y no bajo la autoridad de la antigua filosofía o de la religión. Años más tarde, serán el positivismo y el neopositivismo los movimientos que terminarán por “consagrar” a la ciencia. Estos movimientos consideran que el poder racionalizante de la ciencia y la tecnología nos permiten ordenar el mundo. Entonces hablan de una suerte de “mesianismo” de la ciencia que irá enriqueciéndose con la idea de progreso. Se cree que solo de la mano de la ciencia se avanza y cualquier otra cosa que no sea ciencia es un pasatiempo o una pérdida de tiempo. Para sintetizar, durante todo este período se instala progresivamente una visión cientificista que termina siendo la marca de nuestra cultura.

Galileo Galilei representó el enfrentamiento entre los dogmas y la nueva ciencia que emergía en el Renacimiento.

—Ese modelo de racionalidad que impone el positivismo va a ser criticado por algunos pensadores de la Escuela de Frankfurt en el siglo XX, quienes también cuestionan la separación entre ciencia y filosofía que habría tenido lugar con la modernidad y que, según dicen, limitó la capacidad reflexiva de los seres humanos y le obturó la posibilidad a la ciencia de pensarse a sí misma.

—Sin duda en la modernidad el modelo de racionalidad hegemónico es el cientificista, en el que la ciencia tiene un valor instrumental. Pero también es cierto que es en la misma modernidad que ha habido una suerte de movimiento subterráneo o clandestino que también preparó a nuestro tiempo para el ejercicio de la crítica. Ese movimiento intenta “levantar los caídos”, por decirlo en términos de Bertrand Russell. (Blaise) Pascal es un ejemplo de esto porque, al tiempo que este modelo de ciencia se imponía lo escuchamos decir: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Luego, (Georg) Hegel, (Karl) Marx, (Friedrich) Nietzsche y toda una serie de pensadores ponen de relieve los “bajo-fondos”, la materialidad y las influencias de esa racionalidad. Es ese movimiento que nos deja en las puertas de una cultura que puede contarse de otra forma. Porque, sin dudas, nuestra cultura la podemos relatar como legado del cientificismo y la solemos calificar como narcisista, nihilista, con vocación de muerte. O bien, podemos ver, a la luz del segundo movimiento clandestinamente trazado en la modernidad, como una cultura que hace espacio a la pluralidad, a la crítica, al pensamiento complejo. En ese marco podemos encuadrar los aportes de la Escuela de Frankfurt.

Max Horkheimer y Theodor Adorno, dos exponentes de la Escuela de Frankfurt (1965).

—Podríamos caracterizar, con el positivismo, esta ciencia como omnipotente, capaz de resolver todos los males. ¿Con qué acontecimientos se establecen las fisuras de esta creencia o imaginario sobre el saber científico?

—Esa confianza que se deposita ciegamente en la ciencia choca a mediados del siglo XX con una serie de acontecimientos que motivan sospechas respecto del poder de la ciencia para resolver los conflictos de la sociedad. Las guerras mundiales, el agotamiento de los recursos naturales, la polución, los envenenamientos farmacológicos y otras cuestiones producen un desencantamiento de la ciencia a partir de la conciencia de los daños que ésta puede causar. Todo eso produce una suerte de descrédito hacia el saber científico. Recuerdo en el año 1999 UNESCO organiza un congreso en Budapest con el lema “Científicos, la ciencia ha terminado“. Ya no es un contrato firmado a modo de “cheque en blanco” a una ciencia que no podía asumir conciencia ética, política o social. Después de Auschwitz, nada será vivido de la misma manera; más bien será valorado como un gran cuento. La sobremodernidad va a instalar la desconfianza sobre aquellas certezas.

—En la actualidad, al mismo tiempo que se le exige a la institución científica que resuelva el problema de la pandemia a través del diseño de una vacuna eficaz, también emergen toda una serie de discursos que cuestionan la validez del saber científico. Me refiero a planteos que, en las redes sociales, principalmente, ponen en duda la existencia del virus y de la pandemia, que exponen toda una serie de teorías conspirativas, en línea con algunos movimientos contemporáneos, como los de los terraplanistas o los antivacunas, que cuestionan ciertos conocimientos científicos aceptados. ¿La ciencia está atravesando una crisis en relación a la confianza de la sociedad?

—Me parece que la situación actual nos convoca al pensamiento de una manera urgente. Hay algunas categorías que nos ayudarían a pensar lo que ocurre. Entre los pensadores herederos de la Escuela de Frankfurt nos encontramos con Michel Foucault que se encargó muy bien de plantearlo a partir del concepto de biopoder. Este parentesco oscuro o siniestro entre la ciencia y la política, la ciencia y la economía, todos estos elementos nos hacen notar que la práctica científica lejos estaba de responder al celebrado “código mandarín”: mente clara y manos limpias. En verdad, tenía las manos algo oscurecidas, en el sentido de que había respondido a intereses económicos y políticos. Creo que esta sospecha, de alguna manera, habría que celebrarla porque nos interpela, por ejemplo, frente a disyunciones excluyentes como la que menciona: “o estamos con la vacuna, o estamos en contra de la vacuna”, “o estamos con los de la Tierra es redonda, o estamos con los de la Tierra es plana”. Nos convoca a estar alertas frente a este tipo de disyunciones excluyentes, en el sentido de “es esto o es aquello”. Por otro lado, lo incierto de la situación nos impulsa a refugiarnos en lo conocido y a esperar de esto que hemos conocido, la respuesta. Aun cuando nos demos el permiso de pensar bajo el “síndrome de Frankestein”, parafraseando a Mary Shelley; como dicen algunos epistemólogos contemporáneos: “Yo seré su creación, pero soy su amo”. Es decir, hemos creado una ciencia y una tecnología que pueden tornarse en nuestra contra. Es un desencantamiento que nos impulsa a seguir buscando el refugio seguro que nos ha construido la ciencia y la tecnología; porque quedarse “a la intemperie” no es algo que deseemos vivir. Sin embargo, me parece que estamos en el mejor momento para pensar otros modelos de racionalidad que salgan al encuentro del tercero excluido.

—En este encuentro del tercero excluido, la filosofía tendría un rol crucial.

—Claro. La filosofía es un ejercicio de pensamiento que nos conduce a hablar en contra de las palabras. Un ejercicio que necesita enredarse con lo concreto y hablar en disonancia, desde el ejercicio de una desconfianza crítica que nos permita interpelar lo dado y que sea capaz de convivir con el conflicto, ya que la conflictividad define lo humano: es una marca de lo humano.

Aun con la evidencia que proporcionan imágenes satelitales, los terraplanistas cuestionan que la Tierra tenga forma esférica, una afirmación sobre la que la Astronomía no duda.

—Entonces, usted sugiere que ese desencantamiento de la ciencia dentro del ámbito intelectual y científico, ampliado a la sociedad, es el que habría posibilitado el nacimiento de estos movimientos que cuestionan el rol de la ciencia, como los terraplanistas, los antivacunas e incluso los anticuarentena.

—Yo creo que sí. Detrás de ese cuestionamiento, que celebro, existe la posibilidad de construir o fraguar culturas nuevas. Me gusta simbolizar a las mujeres y hombres que habitamos esta cultura como cazadores furtivos de identidades. Es decir, hay una identidad que se nos escapa, que todavía no terminamos de definir, pero tras la cual corremos. Esa conflictividad que trae consigo el movimiento anitcuarentena y antivacuna, de sospecha en relación a la tecnociencia, va tras las huellas de una construcción de identidad y, con ello, del ser público y de lo común, que tienen que ser nuevos.

—Insisto. ¿Usted cree, verdaderamente, que habría que celebrar la aparición de estos movimientos anticientíficos que niegan verdades aceptadas como la forma esférica de la Tierra o el rol de las vacunas en la salud de la humanidad?

—La pregunta me recuerda a las ideas de (Paul) Feyerabend. Él sostiene que un buen científico es el que se hace lugar para el “todo vale”. Aquel que tensa las hipótesis y teorías vigentes y aceptadas, por el simple hecho de que su aceptación no es más que el resultado de haber habituado miradas. Entonces, las tensa al punto tal de buscar lo contrario para generar, en términos hegelianos, la instancia de superación. La presencia de lo contrario, según este anarquista epistemológico, es la oportunidad que tendrían que asumir los científicos como una instancia de madurez de su práctica. Cuestiones que nos llevarían a ver el espacio que tiene la ética en el marco de la ciencia.

—En relación precisamente a la ética, Markus Gabriel cuestiona la creencia de que el progreso científico y tecnológico puedan impulsar de por sí el progreso humano y moral. En ese sentido, plantea que sin progreso moral no hay verdadero progreso. Entonces, la crisis que atravesamos que llevó a los países a proteger a sus mayores o a los grupos que pueden ver impactada su economía doméstica ¿puede ser una oportunidad para pensar un nuevo modo de vivir? ¿Un “nuevo orden” en que, como dice Gabriel, la solidaridad no se despierte a partir del conocimiento médico y virológico, sino a a partir de la conciencia filosófica? Él plantea que la única salida a la globalización suicida es “una pandemia metafísica, es decir, una unión entre pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos”.

—Coincido con Gabriel en que la situación en que nos coloca la pandemia nos puede conducir a pensar en una nueva humanidad, por decirlo en términos bastante ligeros. Al mismo tiempo, descreo de las lecturas románticas de la pandemia: las que confían en que esta situación nos depositará en medio de una humanidad que haya recuperado su supuesta y originaria “solidaridad”. El planteo puede resultarnos interesante como “techo esperable”, pero está alejado de la condición del ser humano en la actualidad. Como cualquier otra, las construcciones humanas no irrumpen abruptamente en las culturas, sino que se van constituyendo tanto más rápido y fecundamente en la medida en que podamos escuchar mayor cantidad de voces. En eso sí creo que la ciencia, la tecnología, la filosofía, el arte tienen mucho para decir y mucho para aprender recíprocamente. Confío en esta sinfonía, en esta convergencia, en esta ecología de voces, como dice (Boaventura) de Sousa Santos. La ecología de pensamientos nos permitirá construir temporalidades, productividades y reconocimientos identitarios distintos.

—En estos desafíos que nos plantea la situación actual, la filosofía tendría, entonces, mucho que aportar.

—Yo creo que sí, pero también tiene mucho que aprender. La situación de “intemperie” afecta a todo el pensamiento racional que fue tras las huellas de causas que nos permitían el dominio de la naturaleza. En ese sentido es donde coloco la interpelación que propone la pandemia, no solo para la ciencia sino también para la filosofía. Una interpelación para todas las producciones y materializaciones con las que el ser humano ha ido expresándose hasta el momento y que requieren de una revisión.

—En la actualidad, la filosofía tiene un rol más importante en el espacio público que lo que tenía antes. Los presidentes y políticos tienen asesores filósofos. También hay divulgadores filósofos en distintos medios de comunicación.  Pareciera, entonces, que ocupa un lugar mucho más importante en la práctica política que lo hacía antes. ¿Es algo que debemos celebrar o se está haciendo un uso instrumental de ella, en el sentido de servir a determinados intereses y colaborar en la manipulación?

—El lugar que se le hace, muchas veces, tiene que ver con lo que refiere (Milan) Kundera o (Richard) Sennet, esto es, el declive del ser humano público. ¿Dónde ha quedado la voz que puede hacer un ejercicio de oposición frente a la política entendida como una gestión de estatalidad que se vuelve en contra del ser humano mismo? Creo que las interrogaciones filosóficas pueden contribuir en la construcción de lo político, en la medida en que se comprometen con una fuerza que pugna por responder a aquel viejo texto que retomaba Platón de Sócrates del Oráculo de Delfos, referido al conocerse a sí mismo, para ocuparse de sí y de los otros. La filosofía en el orden práctico se despliega de la mano de la de Ética, como reflexión consciente acerca de los valores y fines sobre los que edificamos la política, en tanto gestión del bien común. El antiguo mandato de los sabios griegos no se reduce al conocimiento de uno mismo, sino que valora este conocimiento como instrumento para ocuparse de los demás. Cuidar de uno mismo y de los otros. En ese sentido, y solo en ese sentido, la filosofía puede contribuir a la construcción de lo común, a la recuperación del ser público.

Ricardo Forster y Alejandro Rozitchner, dos exponentes del vínculo entre filosofía y política.

 


María del Huerto Revaz se desempeña en la UNNOBA como investigadora y docente en materias de distintas carreras: Epistemología y Metodología de la Investigación, Bioética para agrónomos y genetistas, Filosofía para Enfermería. También dicta Talleres de Filosofía en PEPSAM para adultos mayores.

Diseño: Laura Caturla