Inclusión y calidad frente al desafío de la sociedad del conocimiento

Por el doctor Guillermo R. Tamarit
@RectorUNNOBA

El contexto actual en que desarrollamos nuestras actividades educativas se define como el de la sociedad del conocimiento. Una sociedad basada en crecientes volúmenes de conocimientos e información que se movilizan a gran velocidad y que requiere de habilidades específicas. No es suficiente estar alfabetizado, también es determinante la posibilidad de discernir la relevancia de los contenidos a los que accedemos. Por lo tanto, la democratización de la sociedad tiene como insumo básico una educación inclusiva y de calidad.

Durante la modernidad se pregonaba un modelo económico basado en la formación de trabajadores que, con distintos niveles de preparación técnica, se incorporaban a los procesos productivos, y el Estado, además, propiciaba la formación de ciudadanos que daban entidad y sentido de pertenencia al desarrollo de la sociedad. Capitalismo y Estado-nación asignaron roles determinados, y los aparatos de educación (privados y estatales) llevaron adelante la tarea.

Las rupturas de la denominada “postmodernidad” nos plantean: por un lado, la formación en super-especializaciones técnicas que sostengan la reproducción del desarrollo tecnológico y, por otro, el rol de consumidores asignado a quienes antes conocimos con el binomio trabajador/ciudadano.

De esta manera, el Estado-nación cedió espacio a la internacionalización y, con él, se disipó y fundió la idea de ciudadanía en el ámbito del consumo. Como advierte el profesor Michel J. Sandel “debemos debatir el significado moral de los bienes y la manera adecuada de valorarlos… es el debate que no tuvimos durante la era del triunfalismo del mercado. Y el resultado fue que, sin darnos cuenta, sin decidirlo, pasamos de tener una economía de mercado a ser una sociedad de mercado”. En consecuencia, la lógica del mercado terminó invadiendo dimensiones de la vida antes regida por normas y valores ajenos a la economía.

Esta crisis de identidades impacta particularmente en los jóvenes, a quienes para que hagan frente al escenario de incertidumbre, debemos involucrar más fuertemente con la educación y la cultura, herramientas con las que podrán enfrentar los desafíos que ofrece el futuro. Como sostiene Vicente Verdú: “La imagen ha ganado mucho terreno a la imaginación. La emoción ha robado prestigio a la reflexión. Lo instantáneo, el suceso puro, vence al proceso y a la reflexión, prevalece la cultura de la imagen que apela a la emoción, en un mundo instantáneo de sucesos puros”.

En este contexto, la tecnología se debe utilizar a favor de nuevas y mejores formas de enseñanza. No solo en su faceta de “consumo tecnológico”, sino como herramienta al servicio educativo. La educación es la herramienta idónea para vencer la instantaneidad, resaltar los valores de la creación y la innovación. Es la llave que conduce a la reflexión, al pensamiento crítico y la valoración del esfuerzo por el conocimiento. En este sentido, resaltamos el invalorable sentido contracultural que ha adquirido la educación, en este tiempo.

Nuestra apuesta como Región debe ser el conocimiento. La educación, la creatividad, la innovación, la ciencia y el capital humano y social son y serán la frontera que separe a los países desarrollados de los que no lo son. Estos cambios impactan en la manera de relacionarnos, en la comunicación, en el acceso a la información, el trabajo, la salud y, por supuesto, en las modalidades de enseñar y de aprender. También a gran escala: en los países, sus sociedades y sus economías. El futuro está con nosotros y nos interpela. Es difícil anticipar qué forma tendrán los trabajos de próximas generaciones, ya sabemos que serán otros, aunque no sabemos cuáles.

De acuerdo con los especialistas, 5 millones de puestos de trabajo desaparecerían en 2020 a manos de la tecnología. La inteligencia artificial, a la vez que creará entre 50 y 60% de nuevas actividades laborales, hará crecer en forma exponencial la productividad. La mano de obra como fuerza motriz será desplazada y solo influirá relativamente en la generación de riqueza. El impacto previsto de la inteligencia artificial en el modo de producción es equivalente a 3000 veces el que tuvo la Revolución Industrial a mediados del siglo XVIII.

Ya conviven con nosotros parte de estas transformaciones. En el caso de las ofertas educativas, la posibilidad de enseñanza personalizada a través de tutores inteligentes, la robótica educativa, los desarrollos en neurociencia cognitiva, entre otros ejemplos de esta realidad.

También sabemos que aquellos países que inviertan en el capital social contarán con una ventaja competitiva: podrán preparar a sus jóvenes en las habilidades necesarias para crecer y responder a las demandas económicas, sociales y políticas del siglo XXI.

El desarrollo de la ciencia y la tecnología como política de Estado debe llevarse adelante en colaboración con empresas e instituciones de la sociedad civil, en la búsqueda de promover la innovación para la inversión productiva, dar impulso al desarrollo de la infraestructura, a través de instituciones sólidas y transparentes, y con respeto al medio ambiente. Solo así se pueden delinear estrategias a largo plazo que permiten imaginar acciones concurrentes que dejen atrás los ciclos de frustración que han caracterizado a la Región.

Hoy los países desarrollados y aquellos que aspiran a serlo apuestan a consolidar sociedades del conocimiento, a partir de valores como la verdad, la creatividad, la justicia y la democracia. Las sociedades integradas, que comparten una visión de futuro común, tienen mejores oportunidades para su desarrollo. Y una educación inclusiva y de calidad, es el punto de partida para enfrentar los desafíos que nos plantea la sociedad del conocimiento.